sábado, 7 de noviembre de 2015

Descanso en Nethergreen


No lo supe yo, pero esa primera noche en Nethergreen (el nombre que le venía puesto a la casa que solía ser escuela rural), antes de ser mordido por la serpiente, Choco me dio el pase que hacía falta para entrar al corazón de aquella familia: mientras charlábamos en la penumbra, se vino a echar a mis pies. Ivan tenía plena confianza en el criterio del perro: Choco, me dijo, se acostaba sólo cerca de personas que fueran de fiar, y desconfiaba naturalmente de cualquier sospechoso.


Por eso, en el corazón de la conmoción por tener a un perro agonizando en la veterinaria, Ivan vino con la idea de que podía ayudarlo a hacer una pequeña huertita para vegetales, atrás de la casa, mientras veía dónde podía conseguir un trabajo en serio.


Y así empecé: después de tres o cuatro días de duro trabajo bajo el sol que calentaba de lo lindo, la huertita estuvo hecha, con sus surcos, su corralito protector y su sistema de irrigación instalado. Choco volvió de la veterinaria después de casi cuarenta y ocho horas inconsciente, débil, estresado, traumado. E Ivan me señaló el pequeño bosquecito que creía en cada esquina del terreno: si tenía ganas (no tenía que sentirme obligado), podía quedarme más tiempo, mientras podaba aquellas arboledas, sacando árboles jóvenes y podando los demás a una altura de dos metros, para que los nenes pudieran jugar ahí sin temor a serpientes escondidas.


Respiré profundo, respiré aquel aire de montaña tan cálido de día y tan fresco de noche, tan lleno de humedad y de polvo, y dije que sí. La tarea me llevó un mes: durante seis años la casa había estado descuidada, y los bosquecitos eran pequeñas junglas.


Durante ese mes vi insectos de todo tipo, arañas de todo tipo, pájaros varios, y en los ratos libres jugaba con Luke y Olivia, charlaba con Ivan y Amanda, iba a pasear con ellos a unos laguitos, a un bosquecito, a nadar al río, a comer a restaurantes simpáticos.


Terminada la deforestación (que dejó una pila de madera de, calculan los expertos, entre siete y diez toneladas) vinieron días de reposo y de lluvia, de básquet y de tenis, de fútbol y de cama elástica, de darle una mano a Ivan con esto y aquello, de hablarle de películas que había visto y escuchar historias que él había vivido, de escribir y leer mucho, de sol poniéndose sobre las montañas y de siestas en hamacas, de olvidarme que el tiempo pasaba...


Fueron casi dos meses los que pasé en Nethergreen. La suprema tranquilidad, la selva en las colinas que se esfumaban en el horizonte, los chapuzones en el río, las ocurrencias de Luke y Olivia, las infinitas anécdotas de Ivan, me habían atrapado.


Pero supe que ya era hora de despedirme, prometer que volvería a saludar, darle un último mimo a Choco, y tomármelas: bajar la montaña otra vez camino al mar, y buscar un trabajo que me permitiera aplicar a la extensión de mi visa. Innisfail, aquel pueblo bananero al que me dirigía cuando Ivan me levantó en la ruta, en las afueras de Townsville, seguía siendo mi destino.



Rafa Deviaje.

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