miércoles, 15 de junio de 2016

Retorno a Cairns


Tokyo me había regalado un delicioso último día y una demora de tres horas extras con el culo en el avión. Y yo, ratón a ultranza, no me había pedido nada de comida durante todo el vuelo: mi última comida fue un ramen medio apestoso a eso de las cinco de la tarde, y una especie de chicitos cubiertos en chocolate, que me costaron los últimos treinta yenes de mi billetera. (Miento, todavía me quedaba el yen de la suerte.)

Así que aterricé en Cairns hambreado y acalorado. Ahí mismo me liquidé un pie de carne, reservé un par de noches en el mismo hostel que me vio partir a Japón (porque sabía que ofrecían, gratarola, una combi que te pasa a buscar), y una vez en Cairns lo primero que hice fue comprar más comida, comer más, y dormir como tres siestas juntas.


Miento: entre siestas fui a la recepción del hostel, me asesoré sobre distintos paquetes para visitar la Gran Barrera de Coral, reservé uno bastante completito para el día siguiente y ahí sí, a descansar abajo del aire acondicionado.

Esa noche cené tarde, y mientras comía mis noodles instantáneos en una mesita, ajeno a las charlas en distintos idiomas que se desarrollaban a mi alrededor, acompañadas de cervezas y puchos, apareció una viejita con su propio bowl de noodles. Buscó una mesita libre, y como no quedaba ninguna la invité a ocupar un asiento en la mía, de copado que soy.



Y nos quedamos charlando dos como horas. Resulta que la viejita loca, de ochenta y pico, era todo un personaje. Australiana de origen, había vivido añares en Estados Unidos, escribía para distintos medios de todo un poco, y durante los últimos dos años no hacía más que viajar sin ton ni son, a donde pudiera ir y quedarse, con poquitas cosas, con juventud de alma, con frescura de mente, con huesos livianos y una alegría extraña de entender.

Pasar sin dejar huella, me dijo, y me imaginé que era de las que no dejan una latita de Coca en la playa. Pero no, ella se refería a otras cosas. Por ejemplo, me explicó, hablaba conmigo porque yo le saqué charla, pero ella no era de los sienten la compulsión de contarle a todos los viajeros circundantes que había estado acá y allá y visto esto y aquello. Ella no buscaba sorprender a la gente como me sorprendió a mí, no buscaba convencer a nadie de nada, escribía su diario de forma totalmente personal, egoísta y excluyente, buscaba vivir con las mínimas necesidades y en una máxima sintonía con el entorno y el presente. Y parecía estar pasándola bien, como quien ya cumplió con todas sus tareas y se queda de espectador, con una limonada en la mano, a esperar que anochezca.


Nos despedimos dándonos nuestros nombres por primera vez, así por cortesía más que por curiosidad, porque total sabíamos que yo me levantaba temprano al día siguiente para ir a bucear al mar y que ella, un poquito más tarde, se las picaba hacia algún otro lado. Le estreché con cuidado la manito anciana, de huesos y venas sobresalientes, limpié y sequé mi bowl, me lavé los dientes y, antes de caer como un tronco en la cama, intenté recordar el nombre. La puta, ya lo había olvidado.


Rafa Deviaje.

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