sábado, 27 de mayo de 2017

La Great Ocean Road

Una semana cazando atardeceres
o The Flash Road Trip: Melbourne-Perth
-primera parte


La razón por la cual me fui de Tasmania fue porque pronto volvería a trabajar a la farm de paltas en Queensland; pero antes de ir para allá tenía dos promesas que cumplir: una era visitar a mi buen amigo alemán, aquel que conocí en la Small Kiwi House y que vivía desde hacía rato en Melbourne (promesa que se cumplió con alegría infinita), en el piso cuarenta y cinco de un edificio bien cerca de la estación. Un lujo.



La segunda promesa era para con otra amiga, Juli, compañera de secundaria que andaba de paseo en Nueva Zelanda y que me había pedido que la acompañara en un viaje por la East Coast de Australia. Yo le dije que sí, que no había dramas; pero mis planes fueron otros desde el principio: minga la East Coast, íbamos a recorrer la South Coast desde Melbourne hasta Perth.


De Melbourne a Perth, pensé yo, como quien dice desde Buenos Aires a Rosario, o de Caballito a Trelew, qué sé yo. No tuve la menor consideración por la distancia, no tuve dos pensamientos sobre los gastos de combustible, no hice más que una revisión de cinco minutos en páginas de alquiler y relocación de coches. Nada. Caí a Melbourne, me reencontré con Juli, participé activamente en los shows de dos magos callejeros (uno muy bueno, otro medio flojo) y, en urgencia, me dediqué una mañana entera a conseguir transporte.


Después de mucho quilombo, de reservar una caravan por error y de perder otra combi a último segundo por quedarme leyendo los términos y condiciones (sí, juro que me los leí enteritos), de puro pedo conseguí una van que necesitaba ser llevada desde A a B en siete días y que nos cobraban muy poquito. Hubiera preferido nueve o diez, pero convengamos que para ese momento no tenía ninguna otra opción: los dados ya habían rodado sobre la mesa y no había otras opciones.



Cuando caímos, cargados con nuestro equipaje y bolsitas con cincuenta dólares en provisiones, en la agencia de alquiler de coches, tuvimos el primer y único traspié serio de toda la aventura: resulta que Juli se había dejado su licencia argentina de conducir en Nueva Zelanda, y sólo cargaba la internacional. Pobre: no sabía que la internacional vale de nada si no está acompañada por la del país de origen. Pobre mí, digo: con Juli inhabilitada para conducir (y asustada por el tamaño de la van), todo el camino descansaba en mis hombros.


Sin darle demasiada importancia y canchereando sobre mi viaje al Tip del Cape York, salimos apurados a la ruta y lo primero que tuvimos por delante fue la Great Ocean Road, que nace en Melbourne y lleva hasta los Doce Apóstoles, y que está bien lindo. Lo malo fue que por no entender bien al GPS que nos vino con la van nos perdimos todo el primer tramo del recorrido, creyendo que en cualquier momento bajábamos a la costa pero manejando por rutas tierradentro.



En fin, aquel primer día le metimos pata y vimos varios lugares icónicos, acantilados, arcos de piedra, playitas secretas; salté cada baranda que me impedía sacar fotos más copadas, nos cruzamos una serpiente y un equidna asustadizo, y vimos un atardecer naranja sobre el mar. En el medio hablamos de todo, y qué bueno estuvo hacer chistes como los que hacía cuando me aburría en clase de Biología, y que la persona que estaba a mi lado se riera. Para todo el resto teníamos Mastercard, pero eso sí que no tenía precio.
  


Rafa Deviaje.

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